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reclamación! ¡No obtendrá ni esto! -Y le dio con el pie a uno de los pedazos de papel en
el suelo.
Searle recibió boquiabierto esta andanada. Volviéndose luego, fue a sentarse en un
banco adosado a la pared y se rascó atónito la frente. Consulté mi reloj y agucé el oído
por si se escuchaban las ruedas de nuestro carruaje.
El señor Searle prosiguió:
-¿No era suficiente con que conspirara contra mis derechos? ¿Necesitaba venir a mi
mismísima casa para pervertir a mi hermana?
Searle se llevó las dos manos a la cara.
-¡Ah, ah, ah! -bramó amortiguadamente.
La señorita Searle cruzó la estancia rápidamente y se puso de rodillas a su lado.
-¡Márchate a la cama, idiota! -aulló su hermano.
-Querido primo -dijo la señorita Searle-, ¡es cruel
que se vea forzado a pensar así de nosotros!
-¡Oh, desde luego nunca dejaré de pensar en usted! -dijo. Y con una mano acarició la
cabeza femenina. -¡Yo creo que usted no ha hecho nada malo! -musitó ella.
-Me he esforzado cuanto he podido -volvió a la carga su hermano-. Pero es notable
tontería fingir amistad cuando esta abominación se interpone entre nosotros. Fue usted
bienvenido a mi comida y a mi bebida, pero me admira que fuera capaz de tragarlas. ¡Ver
eso me estropeó el apetito a mí! -exclamó el furioso hombrecillo, con una risotada-.
¡Proceda con su demanda judicial! Mi gente en Londres ya ha recibido instrucciones y
está preparada.
-Me da en la nariz -le dije a Searle- que su demanda ha prosperado mucho desde que
usted la dejó por inviable.
-¡Ajá! ¡O sea que no finge usted ignorancia! -Y sacudió hacia mí su llameante
chevelure-. ¡Es muy amable de su parte dejarla por inviable! -Y se rió sonoramente-:
¡Quizá también deje usted por inviable a mi hermana!
Searle permanecía sentado en una suerte de derrumbamiento, mirando de hito en hito a
su oponente.
-¡Ah, hombre miserable! -gimió por último-. ¡Yo creía que habíamos llegado a ser
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bonísimos amigos!
-¡Anda ya, majadero! -gritó nuestro anfitrión.
Searle no dio muestras de oírlo:
-¿Espera usted en serio -continuó, lenta y penosamente-, espera usted en serio... que...
que me defienda... y demuestre que no he hecho nada indecente? Piense usted de mí lo
que quiera. -Y se puso, con esfuerzo, en pie-. ¡Me basta con saber lo que usted piensa! -
agregó para la señorita Searle.
Las ruedas del carruaje resonaron sobre la grava, y en el mismo momento un lacayo
descendió por las escaleras con nuestras dos maletas. El señor Tottenham lo seguía con
nuestros sombreros y abrigos.
-¡Santo Dios! -exclamó el señor Searle-. ¿No irán ustedes a marcharse? -Esta
exclamación, dadas las circunstancias, tuvo una grandiosa comicidad que- me movió a
estallar en una ruidosa carcajada-. ¡A fe mía! -rectificó-. Ya lo creo que se marchan.
-Quizá estaría bien -dijo la señorita Searle, con un gran esfuerzo inexpresablemente
enternecedor viniendo
de alguien para quien visiblemente los grandes esfuerzos eran nuevos y extraños- que
revele lo que mi pobre notita contenía.
-¡El asunto de su nota, señorita -dijo su hermano-, es cosa que ya arreglaremos entre
usted y yo!
-Déjeme poder imaginarme su contenido -dijo Searle.
-¡Ah, ya se han imaginado aquí demasiadas cosas sobre su contenido! -replicó ella con
franqueza-. Tan sólo se trataba de una palabra de aviso. Yo sabía que algo penoso iba a
sobrevenir.
Searle se hizo con su sombrero.
-Nunca olvidaré -le dijo a su pariente- ni las penas ni los placeres de este día. Conocerla
a usted -y le tendió la mano a la señorita Searle- ha sido el placer de los placeres.
Esperaba que algo más habría nacido de ello.
-¡Demasiado ha nacido ya de ello! -dijo inconteniblemente nuestro anfitrión.
Searle lo miró serenamente, casi benignamente, de la cabeza a los pies; y después,
cerrando los ojos con pinta de súbito malestar físico, dijo:
-¡Eso mismo opino yo! No puedo aguantarlo más.
Lo tomé del brazo y traspusimos el umbral. Cuando salíamos oí a la señorita Searle
prorrumpir en un torrente de sollozos.
-¡Aún sabremos el uno del otro, presumo! -gritó nuestro anfitrión, hostigando nuestra
retirada.
Searle se detuvo, volviéndose hacia él cortantemente, casi fieramente.
-¡Ah, iluso! -exclamó.
-¿Pretende que no se querellará? -chilló el otro¡Lo obligaré a querellarse! ¡Lo llevaré a
rastras ante el tribunal y será derrotado, derrotado, derrotado! -Y su verbo cordial siguió
resonando en nuestros oídos mientras nos alejábamos.
Nos dirigimos, naturalmente, a la pequeña posada junto al camino de la cual habíamos
partido por la mañana tan exentos, en toda la ancha Inglaterra, lo mismo de enemigos que
de amigos. Mi acompañante, mientras el carruaje rodaba por el camino, parecía en-
teramente abrumado y exhausto.
-¡Qué horrible y hermoso sueño! -se lamentaba confusamente-. ¡Qué extraño despertar!
¡Qué largo, largo día! ¡Qué espantosa escena! ¡Pobre de mí! ¡Pobre mujer! -En cuanto
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hubimos vuelto a tomar posesión de nuestras dos pequeñas habitaciones vecinas, le
pregunté si la nota de la señorita Searle había sido el resultado de algo que hubiera
pasado entre ellos cuando se fue a reunirse con ella-. La hallé en la terraza -dijo-,
paseándose inquieta a la luz de la luna. Yo me encontraba enormemente excitado; apenas
sé lo que dije. Le pregunté, creo, si sabía la historia de Margaret Searle. Pareció asustada
y preocupada, y utilizó las mismas palabras que su hermano había empleado. Yo no sé
nada. A la sazón, extrañamente, me sentía como borracho. Permanecí junto a ella y le
conté, con gran énfasis, cómo la buena de Margaret Searle se había casado con un
extranjero menesteroso, todo ello obedeciendo a su corazón y desafiando a su familia.
Mientras yo hablaba, la plateada luz de la luna pareció envolvernos, de tal forma que
estábamos en un sueño, en un lugar deshabitado, en un mundo aparte. Ella se volvió más
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