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incendiado hac�a mucho. Mientras iba a pie a Sud Asfixia, el hogar de mi ni�ez,
encontr� a mis padres, camino de la colina. Hab�an atado la yunta y almorzaban
bajo un roble, en medio de la campi�a. La vista del almuerzo revivió en m� los
dolorosos recuerdos de los d�as escolares y despertó el león dormido en mi
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pecho. Acerc�ndome a la pareja culpable, que en seguida me reconoció, me
aventur� a sugerir que compartir�a su hospitalidad.
-De este fest�n, hijo m�o -dijo el autor de mis d�as, con la caracter�stica
pomposidad que la edad no hab�a marchitado-, no hay m�s que para dos. No
soy, eso creo, insensible a la llama hambrienta de tus ojos, pero...
Mi padre nunca completó la frase: lo que equivocadamente tomó por llama del
hambre no era otra cosa que la mirada fija del hipnotizador. En pocos segundos
estaba a mi servicio. Unos pocos m�s bastaron para la dama, y los dictados de
un justo reconocimiento pudieron ponerse en acción.
-Antiguo padre -dije-, imagino que ya entiendes que t� y esta se�ora no son ya
lo que eran.
-He observado un cierto cambio sutil -fue la dudosa respuesta del anciano
caballero-, quiz�s atribuible a la edad.
-Es m�s que eso -expliqu�-, tiene que ver con el car�cter, con la especie. T� y la
se�ora son, en realidad, dos potros salvajes y enemigos.
-Pero, John -exclamó mi querida madre-, no quieres decir que yo...
-Se�ora -repliqu� solemnemente, fijando mis ojos en los suyos-, lo es.
Apenas hab�an ca�do estas palabras de mis labios cuando ella estaba ya en
cuatro patas y, empujando al viejo, chillaba como un demonio y le enviaba una
maligna patada a la canilla. Un instante despu�s �l tambi�n estaba en cuatro
patas, separ�ndose de ella y arroj�ndole patadas simult�neas y sucesivas. Con
igual dedicación pero con inferior agilidad, a causa de su inferior engranaje
corporal, ella se ocupaba de lo mismo. Sus piernas veloces se cruzaban y
mezclaban de la m�s sorprendente manera; los pies se encontraban
directamente en el aire, los cuerpos lanzados hacia adelante, cayendo al suelo
con todo su peso y por momentos imposibilitados. Al recobrarse reanudaban el
combate, expresando su frenes� con los innombrables sonidos de las bestias
furiosas que cre�an ser; toda la región resonaba con su clamor. Giraban y
giraban en redondo y los golpes de sus pies ca�an como rayos provenientes de
las nubes. Apoyados en las rodillas se lanzaban hacia adelante y retroced�an,
golpe�ndose salvajemente con golpes descendentes de ambos pu�os a la vez,
y volv�an a caer sobre sus manos, como incapaces de mantener la posición
erguida del cuerpo. Las manos y los pies arrancaban del suelo pasto y guijarros;
las ropas, la cara, el cabello estaban inexpresablemente desfigurados por la
sangre y la tierra. Salvajes e inarticulados alaridos de rabia atestiguaban la
remisión de los golpes; quejidos, gru�idos, ahogos, su recepción. Nada m�s
aut�nticaniente militar se vio en Gettysburg o en Waterloo: la valent�a de mis
queridos padres en la hora del peligro no dejar� de ser nunca para m� fuente de
orgullo y satisfacción. Al final de esto, dos estropeados, haraposos, sangrientos
y quebrados vestigios de humanidad atestiguaron de forma solemne de que el
autor de la contienda era ya un hu�rfano.
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Arrestado por provocar una alteración del orden, fui, y desde entonces lo he
sido, juzgado en la Corte de Tecnicismos y Aplazamientos, donde, despu�s de
quince a�os de proceso, mi abogado est� moviendo cielo y tierra para conseguir
que el caso pase a la Corte de Traslados de Nuevas Pruebas.
Tales son algunos de mis principales experimentos en la misteriosa fuerza o
agente conocido como sugestión hipnótica. Si ella puede o no ser empleada por
hombres malignos para finalidades indignas es algo que no sabr�a decir.
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