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otro lado y cortó la cuerda que lo sostenía. Tibaso lanzó un grito de consternación. El extremo del
puente que daba a la islita se derrumbó, Tibaso resbaló por él y cayó al agua.
Para entonces Ras ya había visto las tres cabezas de cocodrilo clavadas en unos postes de la orilla. Eso
quería decir que la zona había sido limpiada de cocodrilos como parte de la ceremonia nupcial de
Wilida. Los cadáveres de los animales habían sido probablemente el plato principal del banquete de
bodas.
Tibaso no corría peligro de que lo devoraran. Volvió nadando a la orilla y empezó a trepar por la
pendiente igual que un hipopótamo, bufando y jadeando. Los seis guerreros habían puesto flechas en sus
arcos y se preparaban para cubrir a su jefe. Ras tuvo que refugiarse detrás de un árbol mientras los
proyectiles se clavaban cerca de él con un golpe ahogado o se alejaban silbando por el aire.
Apenas hubieron pasado salió de su refugio y disparó su flecha contra Tibaso. Lo tenue de la luz y su
premura hicieron que el tiro no fuese totalmente perfecto; la flecha atravesó el muslo izquierdo de Tibaso
en vez del centro de su espalda. Tibaso, que estaba a cuatro patas, lanzó un grito y se levantó. Subió
tambaleándose el resto de la pendiente y entró cojeando por la puerta mientras los seis guerreros
lanzaban otra salva de flechas contra Ras, que había saltado nuevamente detrás del árbol. Después de
disparar, los guerreros se apresuraron a entrar por la puerta y la cerraron.
Ras arrojó su lanza a través del canal hacia la orilla y luego nadó a través del río. Trepó al árbol en el
que había cantado aquella otra tarde, hacía dos semanas. Ahora toda la población de la aldea estaba
reunida delante de la Gran Casa. Tibaso estaba tumbado de bruces sobre el trono que había en la
plataforma de tierra. Sus manos se agarraban a los brazos del trono y sus dos esposas le sujetaban, o
intentaban hacerlo, mientras Wuwufa extraía la flecha. El astil había atravesado toda la parte carnosa del
muslo saliendo por delante. Wuwufa había quitado la cabeza del proyectil y ahora estaba tirando
lentamente del astil para sacarlo. Tibaso no hacía ningún ruido; si quería que le considerasen como un
gran guerrero, un hombre herido no debía gritar cuando le curaban las heridas.
Los cadáveres de los hombres que Ras había matado habían sido colocados junto al trono del jefe, uno
al lado de otro. La multitud se mantenía a una respetuosa distancia de los cuerpos; ni tan siquiera las
plañideras encargadas del ruidoso llanto se acercaban a ellos. Los niños chillaban; las cabras, los cerdos
y las gallinas, asustados por todo aquel estruendo, añadían sus balidos, gruñidos y cacareos al tumulto
general. La luz de las muchas antorchas brillaba sobre las relucientes pieles negras y las cabelleras
recogidas en el doble cono rojizo, iluminando el rojo cobre de las lanzas y los blancos zigzags de la
pintura de guerra que cubría los rostros de los hombres.
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La cabeza de Gubado también estaba en el suelo, junto a los cadáveres. Ras los contó y se quedó
sorprendido. No tendría que haber más de cuatro, pero había cinco. A esta distancia y con la cambiante
iluminación de las antorchas no podía estar seguro en cuanto a la identidad del cadáver extra. Ras
conocía perfectamente los rasgos, la silueta, el caminar, los gestos y la voz de cada wantso, pero el
cuerpo tenía la flaccidez y la carencia de rasgos propia de un cadáver. Ras tuvo que identificar a los
vivos y luego a los muertos antes de que le fuera posible darle nombre al cadáver sobrante. Tenía que
ser Wiviki, esposo de Suthuna y padre de Fibida, una niña de seis años, por lo que ahora tendría que
estar en la Gran Casa. ¿Por qué estaba fuera, junto a los demás cuerpos?
Bigagi se había acercado al jefe. Estaba agitando su lanza y gritaba algo. Los demás hombres habían
dejado de hablar, y las mujeres y los niños habían calmado un poco sus demostraciones de pena y
terror. Estaba claro que Bigagi les instaba a que emprendieran alguna clase de acción. Después de haber
pronunciado un largo discurso, los hombres golpearon el suelo con sus lanzas y gritaron algo, algo que a
Ras le pareció era su propio nombre.
Bigagi había asumido el control de la situación; parecía haberse vuelto más alto, más corpulento y fuerte.
Era el hombre que podía resultar más peligroso para Ras. Le conocía bien y no sentía hacia él aquel
horror que dominaba a los otros. Y, además, era ambicioso. Ras le había oído decir a menudo que le
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