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rioso y de haber escrito un libro lleno de disquisiciones históricas que no conducen bien a
bien a ninguna parte.
-Ah -dijo Emilia tratando de organizar toda esa información en su cabeza-. Daniel me
contó en una carta que es un buen hombre.
-Eso sí es, Diego, acéptalo -pidió Josefa, a quien la bondad le parecía una virtud superior
a cualquier otra.
-Nada más le faltaba ese desorden al desorden que trae -dijo Diego.
-¿Cuál desorden? -preguntó Josefa.
-¿Te parece poco? Sólo en el estado de Puebla hay noventa clubes antirreleccionistas.
Eso ya lo sé -aclaró Josefa-. ¿Y qué tiene de malo?
-Que están peleados todos contra todos. Son noventa y ninguno.
-No es cierto, mi amor.
-Josefa, no me digas que no es cierto lo que compruebo todos los días. Yo hablo con
ellos, tú los lees.
-Tú también los lees --dijo Emilia.
-Nada más para ver cómo no cumplen con lo que predican -aclaró Diego cambiando el
tono juguetón por el de pesar. No le gustaba su casa convertida en campo de batalla verbal,
temía más que la guerra, que la contingencia lastimara el refugio sedentario y paradisíaco
de su armoniosa vida conyugal.
-Diego -siguió Josefa-, Aquiles Serdán estuvo dos meses en la cárcel por cumplir con lo
que predica.
-Estuvo en la cárcel por bravucón. ¿A quién se le ocurre querer marchar con todo y su
grupo antirreleccionista en el desfile anual del día de la Independencia? Y después se dio el
lujo de escribirle una carta al presidente para quejarse del maltrato que le había dado su
gobernador. Figúrate tú: "Es muy conocida la frase de Usted: hay que tener fe en la justicia,
y la verdad Señor, que si esta vez queda todo impune, ni mis correligionarios ni yo volve-
remos a tenerla" -dijo Diego imitando la voz de un niño-. Se oye atrevido, pero es una ton-
tería, Josefa. Como si Díaz fuera autoridad con la cual quejarse. En eso, Serdán se parece a
Madero. Están peleándose con el gobierno, y con qué gobierno, pero quieren que el go-
bierno los trate bien.
-Tienen razón -dijo Josefa.
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-Pero aquí todo está regido por la sin razón. También tenían razón los trabajadores de las
fábricas en Orizaba y los de las minas en Sonora y ya vimos cómo les contestaron a sus
razones.
-Entonces ¿qué sugieres Diego? ¿Que se quede todo igual?
-No me insultes Josefa, que eres una recién llegada -le contestó Diego-. Hace veinticinco
años que te empecé a hablar de lo que ahora es la gran moda.
-En eso tienes la verdad completa -concedió Josefa levantándose de su mecedora y sol-
tando el periódico que no había dejado de sujetar a lo largo de su desacuerdo-. Por eso te
quiero, por terco.
-Haces bien -dijo Diego irguiendo los, hombros y contoneándose como un ganso-. ¿Ce-
namos? -preguntó tranquilizando su ánimo.
-Ahora que todavía hay -intervino Milagros Veytia. Llevaba un rato parada en el quicio de
la puerta oyéndolos hablar.
-Qué cosas dices, Milagros. Eres más pesimista que Diego.
-Soy menos optimista -dijo Milagros al mismo tiempo en que besaba a su sobrina. Luego
le preguntó por su amiga Sol, cambiando la conversación para no cargar la cena con el aire
tenso de las preocupaciones.
Como bien lo había previsto Sol García unos años antes, su madre, casamentera obsesi-
va y eficaz, consiguió acercar el resplandor de su hija a los ojos de uno de los vástagos de
la familia más rica de la ciudad
y el país. No resultó difícil que tal vástago perdiera por Sol hasta el hambre que siempre
se caracterizó como su pasión única, y buscara el modo de hacerla suya de una buena vez.
Dueño junto con su familia de haciendas varias, ingenios azucareros, tierras de tabaco, ca-
sas y dineros dentro y fuera del país, el muchacho conquistó a Sol más rápido de lo que
Emilia hubiera imaginado. Y cuando hizo falta, porque una luciérnaga de duda cruzó el
ánimo de la muchacha, su madre gestó la torpe pero eficaz metáfora de que su hija era una
joya y de que las joyas necesitan guardarse en cofres de lujo. Así las cosas, se preparaba
una boda digna de recordarse a lo largo de los tiempos.
-¿Ya está listo el ajuar de princesa? -preguntó Milagros cuando estuvieron frente a la so-
pa.
Todavía no acaba de llegar -avisó Emilia-. Encargaron a París hasta los calzones y les fal-
tan baúles. Unos están en Veracruz y otros todavía ni salen. Al paso que andan se va a ca-
sar con los fondos de encaje de Brujas que llegaron ayer.
-Esta niña heredó tus tijeras -le dijo a Milagros su hermana.
-Mejor para ella -dijo Milagros-. Y adviértele a tu amiga la casamentera que si su niña no
se casa rápido se va a casar con un hombre en la ruina -dijo Milagros.
-Pero si son dueños de medio estado de Puebla y de una parte de Veracruz. ¿Por qué
crees que la está casando Evelia? -preguntó Josefa.
-Porque nunca ha tenido talento previsor y está contagiada del ánimo comerciante del
marido -criticó Milagros.
-Que se contagia bien -dijo Emilia-. A Sol ya se le contagió. Ayer me habló durante una
hora de todas las cosas que va a tener. De la casa en la Reforma, de los muebles ingleses,
de la vajilla de Baviera y las copas de cristal sueco. Está muy difícil tratarla, a veces me dan
ganas de abandonarla a su suerte. Total, ella confía en que será buenísima.
-No hay que desearle otra cosa -invocó Josefa.
-A ti quién te entiende, Josefa -dijo Diego-. O estás con unos o estás con otros, pero no
se puede estar con todo el mundo al mismo tiempo.
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-¿Por qué lo dices? -preguntó Josefa mientras olisqueaba el pescado-. Creo que se me
pasó de chile -comentó.
-Lo que quiere decir Diego es que no puedes pretender que cambien las cosas, y que les
vaya bien a los actuales dueños de las cosas -dijo Milagros-. Y sí te pasaste de chile, pero
está rico.
-No está rico -corrigió Josefa.
-Está mejor que nunca -intervino Diego-. ¿No te gusta Emilia? ¿Por qué no comes?
-El anillo de Sol le abarca medio dedo -contestó Emilia-. Hasta parece que se va a ir de
lado.
-¿Y por eso no pruebas tu comida? -preguntó Josefa.
-No tengo mucha hambre.
-Come de todos modos -dijo Milagros-. Que se te guarde en una pierna para cuando no
abunde.
-¿Por qué ahora estás tan terca con eso? -le preguntó su hermana.
-Porque he leído muchos libros sobre guerras -dijo Milagros.
-No nos los cuentes -le pidió Diego-. Y tú, Emilia, por si las dudas no desperdicies.
¿Quieres un anillo como el de Sol?
-¿Para qué lo ha de querer? -preguntó Josefa-. Ella es una niña sensata.
-Para ser insensata -dijo Milagros-. Es lógico que una niña de diecisiete años quiera ser
insensata.
-No quiero un anillo como el de Sol -dijo Emilia probando su pescado.
-Pero sí quieres ser insensata. ¿Vamos al circo el viernes o ya te sientes muy grande pa-
ra eso? le preguntó Milagros Veytia.
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