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donde quiera que estés. No podrás ocultarte de él.
Luego murmuró algo más al oído de la muchacha, y ésta se desmayó.
Tuthmes la subió en brazos y la entregó a una mujer negra a la que dio órdenes de que la reanimaran, le
dieran de comer y de beber, la ba aran, la peinaran y la perfumaran a fin de tenerla dispuesta para su
presentación ante la reina, a la ma ana siguiente.
5. El látigo de Tananda.
Al día siguiente, Shubba condujo a Diana de Nemedia hasta el carruaje de Tuthmes, la hizo subir y
luego empu ó las riendas. La joven tenía mucho mejor aspecto, después de lavada y perfumada, y su
belleza estaba realzada por un discreto toque de maquillaje. Llevaba puesta una túnica de seda tan fina
que a través de ella se podía ver el contorno de su cuerpo. Una diadema de plata relucía sobre su dorada
cabellera.
Sin embargo, Diana todavía estaba aterrada. La vida había sido una constante pesadilla para ella desde
que los mercaderes de esclavos la raptaron. Había procurado consolarse durante los largos meses que
siguieron, pensando que nada es eterno y que siendo tan desdichada, su situación no podía más que
mejorar. Pero aunque pareciera imposible, había empeorado.
Ahora iban a entregarla como regalo a una reina cruel e irascible. Si sobrevivía, se vería atrapada entre
el peligro del monstruo de Tuthmes, por un lado, y las sospechas y recelos de la reina por el otro. Si no
espiaba en favor de Tuthmes, el demonio daría buena cuenta de ella; si lo hacía, la reina seguramente
terminaría enterándose y la haría matar de alguna manera más horrenda aún.
El cielo tenía un color acerado. Al oeste se veía un cúmulo de nubes, pues estaba a punto de comenzar
la época de las lluvias en Kush.
El carruaje avanzó hacia la plaza principal que se encontraba frente al palacio real. Las ruedas se
hundían suavemente en la arena y, de vez en cuando, emitían un chasquido. La mayor parte de los
nobles descansaban en sus casas. Unos pocos criados negros pasaban por la calle y al cruzarse con el
carruaje volvían sus rostros inexpresivos y brillantes a causa del sudor.
Una vez en el palacio, Shubba hizo descender a Diana del carruaje y la condujo a través de unas
puertas de bronce abiertas de par en par. Un obeso mayordomo los llevó por una serie de corredores
hasta una gran sala adornada con la opulencia propia de una princesa estigia. Tananda estaba sentada
en un sillón de ébano y marfil con incrustaciones en oro y madreperla. Llevaba una breve falda de seda
de color carmesí.
La reina examinó con insolencia y altivez a la temblorosa esclava rubia que se hallaba delante de ella.
La muchacha era evidentemente un objeto de indudable valor. Pero el pérfido corazón de Tananda
sospechaba en seguida de los demás, porque ella misma era una traidora. La reina, con voz velada por
la amenaza, dijo:
-¡Habla, muchacha! ¿Para qué te envía Tuthmes a este palacio?
-No..., no lo sé, se ora. ¿Dónde estoy? ¿Quién eres? Diana tenía la voz suave y aguda, como la de una
ni a.
-¡Soy la reina Tananda, estúpida! Y ahora, contesta a mi pregunta.
-No puedo responder, mi se ora. Lo ignoro. Lo único que sé es que mi se or Tuthmes me envía como
regalo...
-¡Mientes! Tuthmes está comido por la ambición. Puesto que me odia, no me haría un regalo sin una
segunda intención. Algo debe de estar maquinando. ¡Cuéntamelo, o será peor para ti!
-¡No..., no lo sé! ¡No sé nada! -repuso pla ideramente Diana, rompiendo en sollozos.
Aterrada casi hasta la locura por el monstruo de Muru, no habría podido hablar aunque hubiera
querido. Su lengua se habría negado a obedecer a su cerebro.
-¡Desnudadla! -ordenó Tananda, mientras alguien le arrancaba a Diana el ligero vestido que cubría su
cuerpo-. ¡Atadle las manos!
Ataron las mu ecas de la muchacha e hicieron pasar la soga por encima de una viga, después de lo cual
se tensó la cuerda de modo que los brazos de Diana quedaron extendidos sobre su cabeza.
Tananda se puso en pie y cogió un látigo.
-Ahora -dijo con una sonrisa cruel-, vamos a ver lo que sabes acerca de los planes de nuestro querido
amigo Tuthmes. Una vez más, ¿vas a hablar?
Con la voz ahogada por el llanto, Diana se limitó a mover negativamente la cabeza. El látigo zumbó
en el aire y restalló sobre la piel de la muchacha, dejando una línea roja que cruzaba diagonalmente su
espalda. La joven lanzó un grito desgarrador.
-¿Qué sucede? -preguntó alguien con voz profunda.
Conan, ataviado con una cota de malla sobre el jubón de seda y con la espada al cinto, se encontraba en
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